En el año 1995, Clifford Stoll, astrónomo y autor del libro Silicon Snake Oil (1995), dijo en una entrevista: “…Internet no es tan importante. Creo que es extremadamente sobrevalorada y dentro de dos o tres años la gente se encogerá de hombros y dirá: «Oh sí, fue una moda de principios de los 90 y ahora, bueno, todavía existe, pero ¡oye!, tengo una vida que liderar y trabajo que hacer. No tengo tiempo que perder en línea», o «Revisaré mi correo electrónico, lo leeré»…¿por qué debería molestarme en recorrer la World Wide Web o leer Usenet? Simplemente porque hay muy poco valor allí” (Graham & Dutton, 2014).
Esta historia resulta muy ilustrativa para ejemplificar cómo es que Internet, contra el pronóstico de muchos, pasó a adquirir una relevancia casi omnipresente en nuestras vidas, al punto de que, prácticamente, ya no es un ‘espacio’ aparte a donde tenemos que ir (o conectarnos) (Elwell, 2013), sino que es un lugar en el que ya nos encontramos aun así nos mantengamos en tránsito (ya sea trasladándonos geográficamente o navegando en las profundidades de la red).
Esta nueva realidad híbrida (la amalgama de nuestros espacios digitales y analógicos) es el resultado de la tecnología mejorada incesantemente en términos de ubicuidad, complejidad y diseño centrado en el humano, lo que provoca que ofrezcan potencialmente un mayor nivel de apropiación, haciéndolas más adaptables y adoptables en diversas situaciones de la vida cotidiana, formativa y profesional de las personas. En consecuencia, el Internet y los dispositivos que nos conectan a él, han pasado a ser, para la mayoría, un elemento transformador en nuestra vida real y nuestra vida en las pantallas (Turkle, 1995).
¿Qué ha pasado?
Desde la mirada de Elwell (2014), dicho efecto transformador ha producido alteraciones en diversas dimensiones de nuestras vidas, en la forma en que nos relacionamos con la realidad y en la forma en que nos percibimos y nos gestionamos a nosotros mismos. La representación de nuestro yo ha encontrado una nueva esfera de realización narrativa en las plataformas digitales que hemos permitido en nuestras vidas y que, en consecuencia, representan una oportunidad en bucle para diseñar, extender y distribuir el conjunto de características, significados, valores y actitudes que nos identifican (o que, de forma intencionada, queremos comunicar que nos identifican). Dicha representación distribuida del yo en la realidad híbrida es acuñada por el autor como ‘Identidad Transmedia’.
Lo interesante del concepto Identidad Transmedia es que no es un constructo que surge únicamente por acción del individuo en autonomía, sino que también es el resultado de las relaciones que emprendemos con otros, de nuestras propias percepciones acerca de nuestra propia identidad y también de las percepciones que tienen los otros de nosotros mismos, los cuales se ven reflejados, por ejemplo, en nuestras producciones en redes sociales y los comentarios y reacciones que los individuos a los que estamos conectados nos entregan.
Ese proceso de entregar y recibir valor y retroalimentación en red ha dado lugar a la construcción de nuestra identidad distribuida en múltiples escenarios digitales y analógicos, con las consecuencias que ese nuevo paradigma conlleva. Tal como mencionaba Turkle (1984) (hay un) impacto psicológico de llevar ‘vidas múltiples’ en línea, a menudo contrarias, mientras se celebra con cautela la posibilidad de que los medios sustitutos expresen impulsos de identidad reprimidos.
Sin embargo, al adquirir consciencia de que podemos contar la historia de nosotros mismos en formato transmedia, también podemos hacernos cargo en gestionar nuestra propia identidad con propósito; en otras palabras, pasar de ser sujetos ‘parasitarios’ de Internet a sujetos que se gestionan a sí mismos estratégicamente para obtener valor para sí y, en consecuencia, para su red, en la lógica que planteaba Hugo Pardo Kuklinski: “somos la red de la que formamos parte”.
Reid Hoffman y Ben Casnocha, en su libro “The Startup of You” (2012), proponen interesantes razones y estrategias para gestionar la identidad con propósito mediante la construcción de redes profesionales que permiten acceder a fuentes de recursos clave, información y oportunidades mediante una participación proactiva no transaccional con otros (Hoffman & Casnocha, 2012) en relaciones de colaboración y reciprocidad.
Dicho proceso de intercambio consiste en la entrega de valor hacia la red retribuido con compromiso y valoración reputacional, los cuales pueden ser medidos, por ejemplo, por cuán virales son los contenidos de calidad que ofrecemos o cuán ‘recomendables’ somos en una red social. Sin embargo, si bien es cierto, dicha valoración expresada en ‘me gusta’, recomendaciones, reproducciones o shares es útil para alcanzar cierta visibilidad en redes profesionales, esta debe ser administrada de forma responsable. Un control excesivo de nuestro propio rendimiento podría devenir en una distorsión de nuestra propia identidad y en una dependencia de aprobación externa medida por el nivel de popularidad que acumulamos.
Una vez que el individuo cede al círculo vicioso de aspirar al alto desempeño de su identidad transmedia sujeta a la sobre-evaluación sin límites, corre el riesgo de estar sometido constantemente a la auto-explotación y al auto-sometimiento de sí mismo, tal como afirmaba Byung-Chul Han en su libro La Sociedad de Cansancio (2012).
Probablemente, una de las estrategias efectivas y que traiga calma en tiempos en donde la regla parece ser la ‘total performance’ (Scolari. 2016), es reducir al máximo el contraste entre nuestra identidad participativa, distribuida y reproducida en diversos medios digitales y la identidad que proyectamos en una conversación cercana y libre de pantallas, las cuales actúan como interfaz de nuestras relaciones. La transparencia y la autenticidad suelen ser virtudes muy valoradas en la sociedad red.